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Cuando la edad avanza, me da la impresión de que nuestra mente se resetea, haciendo un alto en el tiempo y mirando hacia atrás sin ira, rebuscando entre recuerdos que a veces nada tienen que ver con casi nada, pero es un modo, creo yo, de sentirse vivo. ¿Por qué me llegó esto o aquello a laCuando la edad avanza, me da la impresión de que nuestra mente se resetea, haciendo un alto en el tiempo y mirando hacia atrás sin ira, rebuscando entre recuerdos que a veces nada tienen que ver con casi nada, pero es un modo, creo yo, de sentirse vivo. ¿Por qué me llegó esto o aquello a la cabeza?, nos preguntamos muchas veces, y creo que es la necesidad de oxigenación de nuestra vida presente, el saber que hemos vivido, que estuvimos allí, que fuimos testigos de un hecho, y así nos vamos yendo extasiados en lo que fue, porque ya lo que está por venir es demasiado efímero. Toda esta retahíla que me viene a la testa es porque en esta noche vacía de sueño, me traslado a “épocas pretéritas“ parafraseando a don Donacio Cejas, y me viene a la memoria un dato que le oí decir en una tertulia en el “bar El Pueblo” de Isora (la cantina de mi familia) a “Goyo, el hijo de doña Pancha, la de Felipe” (miren qué respetuosa expresión se utilizaba para identificar a un vecino) cuando recordó que a finales de los años cincuenta su madre compró en la tienda 14.000 kilos de higos pasados. Contó que vino el camión de Luis Barrera por ellos y que los bajaron a la Torre en burros porque el camión no subía a La Laja. Para los que no conocen mi pueblo, Doña Pancha era una buena señora que regentaba una pequeña tienda de la época en La Laja, lugar así conocido por ser una calzada empinada que olía a cabra por el trasiego de las manadas que por allí transitaban, que une a La Torre (centro del pueblo) con los pagos de La Laja, Los Riscos, La Cabezada, Tajase y comunica con las fincas de la parte alta y con El Pinar. El cuento viene porque en aquel entonces, además de la tienda de doña Pancha, había en Isora cinco más: la de Toribio Barbuzano, Angelino Zamora, Domingo Acosta, Hilaria González y Mauricio, y todas ellas compraban higos, y la de Toribio Barbuzano y la de doña Hilaria González en cantidades muy superiores a lo que compraba doña Pancha. Entonces, la pregunta que me hago es: ¿cuántos kilos de higos se cosechaban en Isora además de los que se dejaban para consumo? Sabido es que el higo pasado fue un alimento básico en todas las casas para pasar los inviernos, comenzándose a comer con las primeras lluvias hasta que duraran en el cajón; claro, era necesaria una buena administración en su consumo. Oí contar un asunto de infidelidad conyugal que se descubrió por mor de unos higos. Resultó que a una señora le pareció que el cajón de higos pasados iba bajando más de lo normal, de manera lenta, y puso una pequeña muesca que le sacara de aquella duda doméstica y saber si alguno de los miembros de su familia se pasaba en el consumo. Fue capeando el ambiente y llegó a la conclusión de que era su marido el que, de manera sibilina, sacaba higos, escogiendo de la primera camada de manera tal, suponía él, que no dejaba rastro ni prueba que le inculpara, desconociendo que su mujer, muy hábilmente, le había puesto una trampa. Confirmada la faena, solo había que seguir el rastro de los higos y eso hizo, descubriendo que era el pago del pecado. Después de esta licencia de mentidero, en aquella Isora de mis recuerdos, además de haber seis tiendas en las que se vendía un poco de todo, también abrían las puertas cuatro bares o cantinas: la del Casino, la de don Santiago, la de mis padres y otra que abrió el vecino Andrés Torres. En aquella Isora de mis recuerdos, hubo cuatro escuelas oficiales, dos de chicas y dos de chicos, dos en La Torre y dos en Isora, además de la escuela libre de don Pancho Acosta. Ninguna tenía menos de cuarenta niños o niñas. En mi época, la escuela de don Guillermo Panizo llegó a tener 60 alumnos. En la Isora de mis recuerdos, fue el pueblo del baile de los jueves (el único que yo sepa donde era costumbre), era la Isora de los bocadillos de pan y sardinas en aceite, la Isora de un gran equipo de lucha Ferinto junto con San Andrés. Fue el pueblo de las catorce manadas de cabras, como me recuerda el amigo Aurelio, que corrían desaforadas a la fuente de Azofa para apaciguar la sed y, después de que el ganado se saciaba, las madres lavaban las ropas y, al final, para no desperdiciar ni una gota, con el agua enjabonada nos metían en las pozas y nos bañaban. Es la Isora que en las noches de desvelo me llega a mi memoria, tal vez algo tergiversada, producto de la somnolencia, tal vez engañado por añorar una época que fue, no por ser mejor, sino diferente, tal vez porque nuestra propia naturaleza nos traslada a un pasado donde nos recreamos con una edad temprana, sobre todo cuando esta avanza, por suerte. Hoy en Isora no se cosechan higos pasados, no tiene tienda, hay un solo bar y una escuela con pocos estudiantes y tampoco tiene equipo de lucha. Claro, tiene otras cosas. Solo son recuerdos. |
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