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OPINIÓN - 14/12/2022
Quinta Crespo, la Caracas intensa
Por José Francisco Armas Pérez
14/12/2022
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Gente que camina sin rumbo ni concierto, que sabe a dónde va o no. Motos que circulan a su antojo tocando sus pitos como órdenes de ¡apártese que voy!; talleres artesanales que trabajan dentro de su local, en la acera o en la calle, donde mejor convenga; tapas de alcantarillas que una vez estuvieron fundidas con el pavimento hoy reventadas por las raíces de viejos árboles que por suerte se protegen. 

Entre la Esquina Dolores a Quinta Crespo, los bachaqueros montan sus tarantines en las calles, sin control y en desconcierto. Allí se venden y se compran desde las más exquisitas frutas tropicales a las papas, el pargo, la carne de pollo, las salchichas, o comida de mascotas y hasta las mascotas, a ritmos de   reguetón de Bad Bunny, de merengue o salsa a gusto del dueño del altavoz y con la alegría de comenzar un nuevo día. 

Deambulantes que gritando en porfía con los decibelios de la música ofrecen café caliente, empanadas o lo que se tercie. Necesitados que recoge de los desechos que botan los vendedores informales su alimento diario, pero nunca falta el entusiasmo y el buen rollo ¡qué pasa hermano!, ¿cómo estás mi amor?, todo ello embullido en un caos que funciona. El olor es indefinible. Los aromas de mango y guayaba con el de pescado al sol y algún otro de aguas servidas estancados puede recibirle ¡Vaya preparado! 

La Avenida Baralt es la imagen viva de un desorden ordenado de tráfico, donde se circula por la derecha o por la izquierda, da igual, porque todos lo hacen.

La razón la tiene el primero que meta el morro de su carro sin que nadie se arreche por ello, los motorizados a su bola pitan insistentemente, los peatones cruzan a su antojo sin hacer caso a los semáforos que casi nunca funcionan y si por casualidad lo hicieran es lo mismo, solo sacar la mano por la ventana del vehículo es suficiente para marcar su rumbo. 

La policía allí, de cuerpo presente, como si su trabajo fuera vigilar el caos, pero lo más asombroso es que funciona, todo el mundo llega a su sitio.  

Si entra en el histórico mercado de Quinta Crespo y pregunta por isleños, le responden: “aquí todos son portugueses, los canarios se han ido”. 

El Mercado es una visita obligada si viene usted a Caracas, para palpar la intensidad del sentir diario de un país que lucha por un futuro más certero, y también para imaginarnos los años cincuenta del siglo pasado y visualizar a nuestros padres, que con gritos entre la misma música de merengue y joropo ofrecieron papas, yuca, tomates, jojoto, granos o cambures ganándose la vida y la de los que quedamos en las islas.
 
No hace falta esforzarnos mucho e imaginarnos como era el amanecer de aquellos jóvenes que salieron de una tierra donde se les negaba casi todo y aquí, en Venezuela, encontraron la posibilidad de prosperar y trazar su futuro. 

Decenas fueron a dar en la Ranchería de Puente Hierro, (entre ellos, mi padre) para después ir mejorando sus fortunas particulares. Muchos regresaron, pero otros tantos decidieron quedarse y Venezuela los adoptó sin preguntar. 

Por eso, por la magnanimidad de ese país hoy residen aquí 58.194 isleños, es decir, el 40% de los españoles inscritos en el Registro Consular y entre ellos nacidos en Canarias mayores de 65 años unos 18.000.

Allí, en el mercado de Quinta Crespo, se siente la emigración como una mezcla de alegría y dolor, entre amargura y satisfacción, con recuerdos de nostalgia y el agradecimiento de haber sido recibidos por esta tierra de bendiciones sin mirar raza, color, religión o ideario político. Voy con cierta frecuencia los sábados y paseo por sus calles y camino su interior con el deseo de encontrar a algún paisano. 

Un día me dirigí a un vendedor de papas interesándome por una variedad que me habían recomendado para arrugar, cosas de la melancolía. Me preguntó si era isleño y al confirmarle que sí, respondió que él también lo era. 

- Mi abuela, si nació allá, dijo con satisfacción.
- Es la viejita que está sentada al final del pasillo, pegúntele que de papas sabe más que yo.

Me acerqué a una señora vestida con pantalón gris y blusa azul, de cara noble, sentada en un taburete. Me interesé por unas papas negras y ella tan solícita curioseó si las quería para arrugar y al oír mi respuesta afirmativa, me explicó con todo lujo de detalles como se arrugaban las papas allá en su tierra, con una alegría infantil y extasiada en su exposición culinaria.

Le pregunté de donde era y orgullosa exclamó: “¡de Valverde, Tesine, soy hija de Gerónimo Peraza Arteaga!, salí con diez años de El Hierro y la última vez que volví a la isla fue hace cuarenta y uno para que mis hijos conocieran a la familia”. 

Contó, sin pedírselo, la causa de estar en Venezuela: “mira mijo, la situación era tan difícil que allí no había nada, no quedaba otro remedio, fue dura la partida, pero ya no vuelvo”. Así de breve son las historias de la emigración.

Al lado del pasillo, una joven morena con uñas arregladas y melena larga me llamó: ¡oye mi amor, cómprame este colador para café!, ya tengo cafetera, le respondí, y sin terminar me devolvió: “nada que ver mi cielo aquí sale más sabroso, te voy a preparar un guayoyito para que pruebes”. Lo acepto, le dije. Con la amabilidad propia del pueblo venezolano, molió unos granos y ya solo el olor presagiaba que efectivamente era diferente, lo depositó en el filtro y le dejó caer agua caliente que guardaba en un termo de color rosa. El agua precisa y el café justo. Sin lugar a dudas el mejor café que he saboreado. Le compré un colador y le agradecí su cortesía.

Cuando salí de allí tuve la sensación de haber estado en un mundo desconocido, en un espacio para el recuerdo, pero a la vez amistoso e intenso como es la vida diaria en Quinta Crespo.
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